El árbitro está a minutos de pitar el final. El tiempo expira. El empate no sirve. El mundial se acaba para nosotros.
La cámara enfoca al estratega del equipo en posesión del balón. No corre desesperado para aprovechar hasta el último instante de partido. Camina despacio. Pensando cada paso. Reservando energías para un pique corto decisivo.
La TV le llevó al mundo la imágen del capitán pidiendo tranquilidad a sus compañeros, en lugar de correr ciegamente hasta el desgarro.
El gol no llegó. Quedamos afuera. Las fieras no tardaron en devorar al ídolo y sacrificarlo en el altar público para expiar la tragedia.
Aquel 2002, Verón no quiso ser como una soltera de treintipico.
¿La mente concentrada tan solo en que se acaba el tiempo? ¿Correr desesperadamente aumenta la chance de convertir o de que convierta el rival? ¿Por qué no jugar los últimos cinco como los primeros? ¿Acaso no duran -cada uno- los mismos sesenta segundos?
A los diecisiete, el primer amor, el que fantasiosamente se cree definitivo, se lo hace pasar por todas las pruebas, por todos los filtros y controles de calidad.
La jugada entonces se hilvana con providencial fineza. Pero producido el desencanto del amor inicial, la táctica se olvida y -a medida que pasa el tiempo- se empieza a correr desordenadamente detrás de la pelota.
Se corre más, se cansa más; parece que se juega más a la ofensiva, pero lo único que se logra es descuidarse en defensa (y perder dos a uno también te dejaba afuera de la copa).
¿Es la maternidad un objetivo en sí mismo? ¿Justifica correr desesperadamente a los brazos del primer donante de material genético que no desentone con el ideal de príncipe de ensueño que gustan figurarse?
No hay que olvidar a Verón, mártir de la ansiedad colectiva.
La pelota al piso, la cabeza despejada, la vista en alto viendo la jugada global... y si el gol no viene, será porque no tenía que ser... porque no cierran los puntos producto de derrotas anteriores. Porque se dio así.
Sabido es que el futbol, siempre da revancha.